23 de febrero / 6 de abril

NUEVOS FRAGMENTOS PARA LUIS PALMERO

Juan Manuel Bonet

 

“Cualquier brizna del trabajo de Luis Palmero me interesa.”

Hay algo siempre musical en el proceder de Palmero, instrumentista (contrabajista) en plan violín de Ingres. Compartimos la pasión por dos grandes monótonos, autores de obras pianísticas a la vez contenidas, y cargadas de emoción: Erik Satie, y Morton Feldman. Dos compositores, por lo demás, capaces de sonrisa, como siempre lo ha sido el pintor tinerfeño.

Su casa-estudio de La Laguna: un lugar donde entender la armonía entre su vida, sus gustos, y una obra en la que, aunque se desarrolla por avenidas trazadas hace décadas, se abren constantemente nuevas perspectivas, nuevas ramificaciones nuevos excursos. Todo en calma, en busca de la tranquilidad, nunca fácil. Cercanía de esta casa de la vida a la naturaleza, vía plantas tropicales que nos traen el recuerdo del amor por ellas de Matisse o del Ellsworth Kelly más francés y matissiano. Y luego está la imponente presencia, en la pared del fondo, de la biblioteca. Inevitablemente seguimos, dulce condena, con el papel impreso. Siempre que visito este estudio, igual que me sucede en los de otros pintores letraheridos (pienso por ejemplo en José María Báez casi a la sombra de la mezquita de Córdoba, en Alejandro Corujeira en el propio Madrid, o en Dis Berlin en Aranjuez, otros tres de los nueve pintores con los que en 1993 el tinerfeño coincidió en Sueños geométricos, mi colectiva en Arteleku, y luego en Madrid, en Elba Benítez), aprovecho para comprobar cuáles son sus faros, cuáles sus lecturas, cuáles los álbumes que hojea y ante los que reflexiona. (Con Báez, en 2000 celebraría una muestra conjunta, Con-jugar, en Manuel Ojeda).

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Elogio de la espátula, y en esa práctica, que supuso una inflexión en su obra, anteriormente más delgada de factura, un faro ha sido para él, circa 2006, el segundo Luis Feito, el de los amarillos y los rojos y los naranjas encendidos: ver por ejemplo Número 460-A (1963), una de las piezas mejores del Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca. Nubes a la espátula, y una sonriente evocación de la oferta de las heladerías, donde se combinan el chocolate y la vainilla, la fresa y el pistacho: los títulos del ciclo, parte del cual se vio en su muestra de Artizar Estrellarse (2006), puesto bajo la advocación, en el catálogo, de un verso marinero del inolvidable Emilio Adolfo Westphalen, son genéricos, Dos sabores, Tres sabores, y así sucesivamente. Un Palmero finamente cotidiano, sofisticado e irónico, sutilmente neofifties. Por ese lado, que roza a veces, como él mismo lo ha indicado, una estética pop y a la vez un gestualismo congelado (al pintor siempre le interesó un cierto Gerhard Richter), me gusta especialmente su evocación de unas nubes grises, tema este de la nube prácticamente ausente de su obra anterior, implacablemente solar, radiante, inmaculada.

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En la exposición para la que escribo estas líneas, Palmero, que la ha titulado Celebración, rinde tributo a tres pintores: José Jorge Oramas, Ethel Adnan, y un más inesperado (y aquí, menos conocido) Gerwald Rockenschaub. Una escala más en su caminar, de nuevo en Artizar, sala que, generación tras generación, le es fiel, como es fiel a la memoria de Óscar Domínguez y de Juan Ismael, pintor (y poeta) este último que al benjamín también le interesa, como lo demuestra lo que de él dice en una de las páginas más felices de Escritos completos.

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